domingo, 26 de julio de 2020

La olvidada visita del escritor de "Pacha Pulai" a Cayucupil



Los recorridos por Chile del periodista Hugo Silva Endeiza eran habituales. Los ágiles lectores ya sabían que su pluma se escondía bajo el seudónimo de Paul Vérité. Las páginas de los periódicos nacionales mostraban con detalle cada una de sus peripecias por diversos lugares del país, conociendo aspectos únicos de cada uno. 
  
Comenzó trabajando en la Valparaíso y luego en Iquique. Posteriormente participó de varias actividades que lo llevaron a ganarse un nombre en el mundo de las letras. Sin embargo, hoy en día su creación más famosa es una novela, la única que escribió: “Pacha Pulai”. 
  
El escrito basado en la “Ciudad de los Césares” y la increíble desaparición del malogrado teniente Alejandro Bello Silva. donde el hábil piloto debía ocultar su identidad bajo el de Alonso González de Nájera. 
  
Poco sabíamos de su relación con la zona al descubrir que Paul Vérité (Hugo Silva) visitó Cayucupil en 1929, cuando llegó hasta la Hacienda Caicupil, propiedad de don Manuel Cáceres. Hoy parte de la sucesión Arnaboldi-Cáceres quienes continúan viviendo en el lugar. 

En este lugar Vérité (Silva) relata sus impresiones de la bondad de la gente y abundancia de los banquetes campesinos, poniendo énfasis también en lo que le provocaban semejantes festines. 

A continuación, la sección aparecida en el periódico La Nación, en su edición del martes 11 de junio de 1929, hace 91 años cuando el creador de “Pacha Pulai” visitó Cayucupil: 
 
- Hombre, Paul, veo que ha llegado usted más flaco de su gira al sur -me observa un amigo- 
- ¡Es que se come tanto por allá! - le contesto.

Nada de paradoja, amigos míos. Los casos de desnutrición no raros en esas tierras tan abundantes en huachalomos y chanchitos al horno. Y no son raros, esta es la cuestión, por lo mismo que la gente come demasiado. Tal vez las generaciones actuales están pagando en lipirias y catarros intestinales los ágapes pantagruélicos de los antepasados. Quién sabe si los abuelos gastaron por anticipado los jugos gástricos que debían corresponder a la gente de hoy. que sigue comiendo y bebiendo tan torrencialmente como ellos. El hecho es que me he encontrado en esas hospitalarias tierras una gran cantidad de gente que va mal del estómago, de rostro magro, la color verdosa, las mejillas hundidas, y que no está flaca por comer poco, sino por comer mucho.

Y ellos lo explican con la circunstancia de que hay tan poco que hacer en los pueblos, así como en los campos, una vez terminadas las faenas de la siembra. Hay que esperar los aguaceros que harán germinar el grano. Y mientras está lloviendo, mientras llega la época en que es posible transitar por los caminos e ir a los campos a cosechar, vamos comiendo. Calculo que hay pueblos donde, entre el desayuno y la cena, se consumen al día centenares de metros de longaniza.

Se come en abundancia y sin método. Con motivo de estar lloviendo, con motivo de haber salido el sol; porque hace frío, o porque se ha atemperado el ambiente; porque al amigo Cáceres le nació un hijo, porque al vecino López se le murió una tía. Todos los pretextos son buenos para hacer matar un capón y sentarse a la mesa y llenar ruidosamente el día, comiendo y libando.

El ultimo Corpus-Christi, día de los Manueles, me sorprendió en pleno campo, no lejos de una hacienda llamada Caicupil. Se llama vagamente Manuel su dueño, porque tal nombre, aunque no lo usa, figura entre los muchos con que le inscribieron en la partida bautismal. Con tal motivo recibió en presente una pipa de vino nuevo, unos chanchitos lechones, varios corderos. 

El afecto de los hacendados vecinos se materializaba en tan opípara forma. Y yo, huésped ocasional de aquellas tierras, caí en la ancha mesa de Caicupil, enredado en la comitiva de visitantes. Eran unas once. Empezaron a las 4 de la tarde, terminaron alrededor de las 7. A las 10, nueva llamada a comer. Largo desfile de guisos, chanchitos rellenos, pavos, espantosas raciones de malaya, tortas babélicas. Ingerir todo esto nos costó cerca de cuatro horas de constante masticar. Y a las 5 de la madrugada, volvió la campanilla a reclamarnos con urgencia: ¡al valdiviano! Nos salió el sol en la tarea. 

Y esto no es por allí un suceso extraordinario. Es lo común comer así. Cada día es Santo de alguien, y si no lo es, da lo mismo. Siempre hay alguna razón para “darle el bajo” a una cuarterola de mosto y a una media docena de capones cebados. No son orgias, no. Son comidas, simplemente. Y sacarles el cuerpo a las rondas de trago o a un plato rebosante de ensalada de patitas es un acto degradante que pronto lo clasifica a uno en la despreciable casta de los “poco hombre”.

Así se come en los pueblos y en los campos. Los mismo en el norte que en el sur ¿No se recuerda todavía a los famosos Caribes de Iquique, dueños de todos los récords de ingestión de sólidos y líquidos?

Comer así no tiene, por cierto, el mismo significado que alimentarse. De ahí que el hecho de cruzar uno algunas provincias y volver con algunos kilos menos, no tenga nada de particular.

PAUL VÉRITÉ (HUGO SILVA).
La Nación, martes 11 de junio de 1929.

2 comentarios:

carmen dijo...

Que interesante.
Una anecdota simpatica muy real.

Juan dijo...

Los felicito por publicar historias como éstas que nos recuerdan formas de vivir de nuestros antepasados ya que no hay mucha información al respecto.Muchas gracias y continuen por esta senda.